10.31.2016

Alcalá, el pueblo pequeño en un jardín que enternece


El municipio está ubicado en la cordillera central, vertiente occidental, en la hoya hidrográfica del río Cauca; sus tierras son irrigadas por el río La Vieja, la quebrada de Los Ángeles, y varias corrientes menores; su cabecera está localizada a los 4° 40’ 38” de latitud norte y 75° 47’ 15” de longitud al oeste de Greenwich.


El municipio fue fundado en 1.791 por el comerciante español Don Sebastián De Marisancena, con el nombre de San Sebastián de la Balsa, en un sector de las montañas del Quindío conocido como Furatena, de dominio de los indios Quimbaya. Su fundador recibió autorización de los reyes de España para fundar un caserío entre Cartago e Ibagué y hacer un camino que uniera estas dos ciudades, cruzando la cordillera central. El camino fue conocido como “el camino del Quindío”. Fue nombrado municipio el 14 de noviembre de 1919 por la asamblea del Valle del Cauca por medio de la ordenanza N° 12 con el nombre de Alcalá, dejando de ser corregimiento de Cartago.

Alcalá es un pueblo tan pequeño que en el parque tiene sembrado un solo árbol y con eso todo el parque tiene sombra. El árbol es un samán hermoso: el año entrante 2017 cumplirá un siglo de haber sido sembrado en ese lugar, el centro del municipio, por lo que sus raíces pasan por debajo de la Alcaldía que está al frente, como la iglesia, el café, la panadería, el asadero de pollos, el banco y un bebedero. 
Las raíces pasan por debajo de la galería, que como allá todo queda cerca, queda al frente de la Alcaldía.

Hacia ese lado de la geografía cafetera colombiana es que se encuentra Alcalá, limitante al suroriente con el Quindío, por lo que desde sus puntos más altos y por las noches alcanza a verse parte del vecindario después de cruzar la frontera: Filandia, Montenegro, La Tebaida, Pereira. Quimbaya, claro incluso más allá, porque a Manizales la han visto titilar en la oscuridad. Entonces este es otro de los tantos pueblos del norte donde el ADN de la colonización caldense y antioqueña aparecerá por las esquinas caminando. No tanto como en El Cairo o en Versalles, pero sí lo suficiente como para que el “ponche”, aquella bebida fermentada de panela que en la puerta de las escuelas del Valle con cariño apodan “cólico”, de ese lado de la frontera ya se llame “forcha”, que es como mejor se reconoce entre los paladares paisas. En los restaurantes que hay en la subida hacia el pueblo, el desayuno que más se consigue es el calentado de fríjoles con arroz y arepa. Y altísimas probabilidades de que si un cliente incurre en la obviedad de preguntar con qué viene el plato, la mesera responda “con chorizo, chorizo y más chorizo…”. Colgados sobre las brasas que casi todos los negocios tienen al borde de la carretera, los chorizos amarrados en tira permanecen ahumándose como un aviso luminoso imposible de no oler en un par de curvas. Los especialistas de ese sabor juran que los de la vereda El Dinde, son tan buenos como los de Santa Rosa de Cabal.
Desde 1917, cuando el samán del parque fue sembrado por Rosana Mazuela, que era una buena señora del pueblo, el árbol se convirtió en el símbolo de los alcaínos -gentilicio de sus habitantes-.

En la casa de la Cultura hay un retablo de fotos antiguas que en distintas tonalidades de sepia muestra el paso del tiempo extendiéndose a través de sus ramas y bajo la sombra; en otra época allí funcionó el mercado. Y desde siempre por allí ha transcurrido la vida.
El samán le da sombra a casi diez negocios que llevan sus raíces en el nombre, como la panadería, y el más célebre de todos, el hotel “Bosques del Samán”, que queda a diez minutos del casco urbano, subiendo hacia la vereda La Cuchilla. 

La administradora del lugar cuenta que cada año son más los huéspedes extranjeros que llegan para alojarse en distintas temporadas: La dama dice que ya llevan tres años seguidos obteniendo la certificación “Trip Advisor” y que eso a los europeos les da mucha confianza para disfrutar de una experiencia que no van a vivir en una ninguna otra parte del mundo; promediando las nueve de la mañana o las cuatro de la tarde, les preparan un recorrido por cafetales para que ellos mismos recojan el grano, lo lleven a la despulpadora y acompañen el proceso hasta que termina en la tostión. Luego pasan a tomar café fresco. Las mujeres hacen todo eso vestidas con pañoleta, canasto y delantal de chapolera; los hombres de sombrero y canasto. 

Y asimismo hay un recorrido de ordeño todos los días a las siete de la mañana y a las cinco de la tarde.
La administradora de la casa hotel cuenta que la mayoría de huéspedes extranjeros que llegan, lo hacen con el propósito adicional de practicar senderismo y avistamiento de aves porque la zona es propicia para ambas cosas, las cuales se pueden hacer en el hotel, que se estira en un terreno atravesado por cultivos de café, espesos y verdes visibles en una porción del panorama; o del panorama completo cuando los huéspedes se alojan en la casa rústica con hamacas, y abren el balcón del cuarto. La ñapa es el chance de recostarse justamente ahí, sobre el vaivén de una hamaca, para mecer la soledad o la compañía contemplando el silencio del paisaje. Los cuartos son bien iluminados. 

Con capacidad para alojar a 120 personas en otras dos áreas temáticas diferentes, la “casa típica cafetera” y la “casa colonial”, el hotel también tiene piscina, cancha de fútbol, sendero ecológico, puentes de equilibrio y dos mil metros de cable de canopy tendidos alrededor de siete estaciones distribuidas por encima de cafetales. Por eso es que allí,  además de viajeros mayores y jubilados que llegan con mucha frecuencia y ganas de descanso, también es común ver gente atraída por los juegos extremos. Para quienes no son huéspedes, hay un tiquete todo incluido que permite acceder a los juegos, la piscina, los senderos, al ordeño, el proceso del café. Más arriba, hasta el kilómetro seis por la misma carretera, está el “Hotel Ecológico de la Guadua”, construido en ese material, explica su administrador Eliécer Montoya, después de ver la sismorresistencia comprobada que tuvo en algunas de las pocas casas que quedaron en pie después del terremoto de Armenia, en 1999”.
“Y por hacer algo diferente”, dice él. En efecto, algo tan diferente, que desde hace tres años es la sede de los cursos internacionales que dicta el especialista en construcción con guadua, Gustavo Teneche; sus estudiantes, que han llegado de El Salvador, Nicaragua, Brasil, México, Estados Unidos y de Europa, se hospedan ahí para salir entendiendo “que con la guadua se puede construir una casa, un gallinero o una mansión.”

Una mesa con dos puestos acomodada en la cima de una torre de guadua en la parte de atrás del hotel, resulta uno de los miradores con mejor ubicación de todo el pueblo. Hay noches, cuenta el Administrador, en que los ojos de uno realmente alcanzan a viajar hasta el otro lado de la frontera: Filandia, Montenegro, La Tebaida, Pereira, Quimbaya, Amarilla y en punticos, a Manizales la han visto titilar en la oscuridad.

El plan de siempre y para todos, el que les gusta a todos, el que no tiene pierde, es el río que en Alcalá es La Vieja. En la quebrada Los Ángeles, desviándose antes del puente de la salida para Cartago, hay buenos charcos para nadar y pescar sabaletas, lugares para encender fogones de sancocho y los domingos, pistas de baile. Todo queda cerca, a diez, quince minutos en carro. Muchos de los carros en los que se moviliza la gente son camperos. Hay motociclistas, pero también puede verse doblando alguna esquina, a un chalán montando un caballo con la rienda corta.
Hay quienes van de suéter. De día no hace frío pero el viento es fresco y por la noche el sueño seguramente hay que conciliarlo haciendo un viaje de doble cobija. La temperatura a toda hora es lo suficientemente baja como para que casi en ningún lugar vendan gaseosa fría: ni en los desayunaderos, ni en el asadero de pollos, ni en la panadería.